Dos años y un mes después
Hayley
Cuando el consejero escolar me preguntó por qué me comportaba
como me comportaba, yo simplemente me encogí de hombros y me quedé en silencio,
mirándole, cada un rato, a los ojos que me observaban impacientes en busca de
una respuesta.
Recordé que un día, tres años atrás,
antes de que mi hermana Christina muriera, ella me había dicho que siempre que
me preguntaran lo que me pasara, respondiera con el silencio, porque el
silencio era la única forma de hacer entender al otro que no se quiere dar una
respuesta. Una respuesta que, probablemente, no es positiva. O a veces se
trataba de responder a la verdad que escondía la pregunta.
Luego de una hora sin obtener
respuestas y solo silencio, el consejero escolar se cansó de mí y me echó de su
oficina.
Pero, al salir del despacho, frente a
mí, se encontraban los corredores del instituto llenos de adolescentes que no
me comprendían.
No sabía qué era peor: si estar en la
oficina del consejero escolar, o encontrarse en los corredores, donde miles de
estudiantes buscaban sus libros, se besaban con sus parejas, y hablaban de
cosas de adolescentes.
Recordé cuando yo también era así...
pero de eso habían pasado ya un par de años...
Sin embargo, desde que a mis once años
le diagnosticaron a Christina, de ocho años, cáncer, mi vida nunca volvió a ser
la misma.
Ella murió dos años después, pero por
el simple hecho de que no quería sufrir más nuestro dolor, y se dejó estar. No
más terapias. No más medicina. No más nada.
Ella, al estar muerta, no sabía que yo
por dentro me estaba matando día a día, pensando en su rostro pálido; en su
cabeza sin cabello por los analgésicos y las terapias que le desagradaban
tanto; en sus grandes ojos azules, que con el paso del tiempo fueron perdiendo
el brillo y el color. Y siempre que esa imagen se me venía a la cabeza, recordaba
su cabello rojo, tan rojo como el mío, moverse mientras corríamos en el patio
de mi vieja casa en Denver, cuando apenas teníamos cuatro y siete años.
Pero eran solo recuerdos. Recuerdos que
quedarían siempre grabados en mi memoria, y que luego nadie tendría, porque yo
estaría muerta.
Me metí en el corredor, mezclándome con
las personas que ni siquiera me dirigían una mirada, y mucho menos una palabra.
Era conocida como la rara. Como la de la familia York, que había llegado a la
ciudad en silla de ruedas y había ido a la escuela con muletas. Nadie, pero
nadie, sabía que tenía una hermana menor muerta, ni mucho menos las razones por
las que había muerto.
Ellos conocían la falsa verdad de mí
familia: sabían que eran una familia de Denver, grandes empresarios que siempre
estaban de viaje, con una hija que sufrió un accidente que la dejó con un
trauma severo. Pero no sabían de la segunda hija: la que murió y fue enterrada
mucho antes de que la familia se mudara a Chicago.
Llegué al final del pasillo, hasta la
puerta de salida, que también estaba abarrotada de adolescentes que querían
terminar su jordana de una vez por todas, como yo. Pero yo tenía otras razones.
La abrí y salí al exterior, con el sol golpeándome en el rostro.
Si mi vida no hubiera sido tan complicada
y yo no fuera tan... cerrada al mundo, creo que sería el centro de atención de
la mayoría de los chicos de mi instituto. Mi cabello era largo y rojo, rojo
como el fuego. Mis ojos eran grandes y avellana, y mi rostro estaba lleno de
pecas, que lo hacían ser delicado, no feo como pasaba casi siempre con las
pecosas. No tenía acné o problemas con el cabello, como la mayoría de las
chicas que no eran populares.
Mi madre me había contratado una
profesora de patinaje privado cuando todavía vivíamos en Denver, así que mi
cuerpo estaba apto para cualquier deporte. O para cualquier actividad, como el
equipo de animadoras. Sin embargo, cuando había llegado a Chicago hacía ya dos
años, después de mi coma de tres meses por el accidente automovilístico, las ganas
de ser animadora se habían ido por completo. Había sido animadora en mi
anterior instituto. Pero no duraba para siempre.
Después de aquel accidente y lo de mi
hermana menor, creo que nunca pude volver a dormir más de tres horas por las
noches, o a pensar con claridad, o incluso a hablar en voz alta. Nadie en mi
instituto conocía mi voz, a excepción del consejero escolar o dos compañeros
que, por orden del profesor, tuvieron que estudiar conmigo. Pero no había
necesidad de tener compañeros de estudios, porque, después de todo, yo siempre
sacaba las mejores notas.
Mi rostro, desde aquellos accidentes de
mi vida, siempre tuvo ojeras moradas debajo de mis ojos, pero era sana, y eso
era lo malo... que mi pasado me atormentaba, ¿Y quién iba a querer a una chica
que tenía una hermana que murió de cáncer y que tenía un trauma por haber
estado cerca de la muerte cuando apenas tenía catorce años? Un gran estúpido.
Mi auto estaba aparcado al fondo del
estacionamiento, lejos de la sociedad y de las miradas curiosas.
Mientras me dirigía a mi coche, pasé
por al lado de los populares, que se encontraban alrededor de sus autos.
Observé a Eric, el capitán del equipo de baloncesto, ponerse demasiado cariñoso
con Tabitha, una chica realmente insoportable del equipo de animadoras, pero no
era la líder, gracias a Dios. También había otros del equipo, pero no los
conocía demasiado, solo sabía que eran idiotas y que tiraban los billetes de
dinero hacia arriba para que cayeran como gotas de lluvia sobre ellos.
Yo tenía dinero, era, probablemente, de
las que más dinero tenía en toda la escuela, porque mi padre encontró un
trabajo en el que ganaba bastante, lo que ayudó a pagar un par de terapias de
Christina.
Luego, ella se dio por vencida.
Y se fue para siempre.
***
Me bajé frente a mi casa, una casa al
mejor estilo americano. Mi habitación, en el segundo piso, estaba alumbrada por
el sol que venía de atrás mío.
Caminé por el camino de piedra que
llevaba a las escalinatas, mientras buscaba las llaves dentro de mi bolso. Las
agarré justo cuando estaba frente a la puerta y la abrí.
El aire frío de adentro me demostró que
no había nadie. Como de costumbre, éramos solo yo y...
Mi perro de seis años, Boyd, corría
hacia mí, ladrando y sacando su lengua hacia fuera, dejando baba suspendida en
el aire que después caía y mojaba el suelo de madera.
Se abalanzó hacia mí, tirándome hacia
atrás. Ya estaba acostumbrada a sus ataques de cariño, por lo tanto casi no
sentí el impacto de mi perro sobre mí y me comencé a reír.
Ese perro, que me dio Christina en la
navidad en la que comenzó todo, era como la viva imagen de mi hermana muerta.
Bueno... no era pelirrojo ni tenía ojos azules, pero era tan divertido, y siempre
sabía cuando yo estaba mal, aunque mi máscara siempre ocultaba mis emociones.
No era emotiva, no era empática. No era
nada.
Yo solo era una persona. Sin emociones.
Esas emociones solo aparecían en forma de lágrimas a la hora de querer
suicidarme e ir con Christina, o a la hora en la que iba al cementerio de
Denver a ver a mi hermana. Pero esto último solo ocurría una o dos veces al
año. Esas emociones también aparecían en forma de sonrisas a la hora en qué
Boyd me pedía mimos o jugar con él.
Siempre que jugaba con mi perro,
recordaba las palabras de mi hermana de ocho años cuando me dio al cachorro con
el moño azul atado al cuello.
—Cuando
te sientas sola, piensa que soy yo— me dijo, mientras yo soltaba al
cachorro y corría para abrazar fuete a mi hermana, como si temiera que en aquel
momento se hiciera cenizas entre mis brazos.
Sin embargo, no se hizo cenizas entre
mis brazos. Ella sufrió por tres largos años más, y luego... Luego ella se
murió.
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