21.10.13

Mi infierno Imaginario. Capítulo 2.

Parker



Veía como las luces de la ciudad se encendían frente a mí, mientras yo permanecía parado en el extenso balcón de mi habitación, apoyado en el pasamanos de mármol.
La piscina iluminada yacía debajo de mí. La carpa estaba desarmada y esparcida por todo el jardín trasero, a la espera de alguna fiesta para ser montada.
Y mi hermano estaba ahí, besándose con su primera aventura, bueno... la primera que tenía en esta ciudad, porque si hablábamos de la primera... ya habían pasado al menos unas cincuenta chicas desde la primera, ninguna de ellas en una relación seria.
Todo era sexo y besuqueos.
Claro que yo aprendí de mi hermano, o al menos en un parte, porque solo había tenido sexo con una chica, hacía como siete meses, en la fiesta del que era mi mejor amigo.
Se suponía que no debía seguir su ejemplo, porque yo era, por así decirlo, el mejor parado de mi familia. Mi hermano era cinco años mayor que yo, y desde la muerte de mis padres, hacía dos meses, debíamos vivir con nuestro abuelo en Chicago.
Ese viejo —que no era tan viejo— seguía manteniendo el espíritu jovial y negociador que recordaba que tenía cuando yo todavía estaba aprendiendo a nadar en la piscina frente a mí. Mi abuela murió cuando mi padre era un niño, por los asuntos familiares en los que toda mi familia, los Feige, estábamos metidos.
En menuda familia me había tocado nacer.
Aaron, mi hermano de veintitrés años, tenía cabello negro y los mismos ojos grises que yo, heredados de la familia de mi madre. Él tenía piel clara, como mi madre, pero yo había heredado la piel pálida de la familia de mi padre. Mi cabello era marrón claro, y hacía la mejor combinación con mis ojos grises. Lo que daba como resultado al chico perfecto: al chico perfecto lo buscaban todas. Al chico perfecto, lo querían todas.
Yo era el chico perfecto. Me amaban de arriba abajo.
Apagué el cigarro en la baranda de mármol, y les eché una última mirada a mi hermano y a su “novia”, que ahora se reían mientras nadaban en la piscina.

Abrí las puertas de mi habitación, y un aire frío me azotó en la cara, haciéndome girar un poco la cabeza. En ese mismo instante, la sensación de mareo se me vino encima, y la visión, que me perseguía desde los dieciséis, me envolvió.

***

La chica de pelo rojo se movía en círculos en su habitación, llorando desconsoladamente. Parecía que estuviera encerrada en una jaula, como un león buscando la salida de su cárcel.
Estaba cubierta con un simple vestido verde que parecía ser de satén, y tenía bordado cerca de la cintura unas flores silvestres.
Paró de dar vueltas y se tiró al suelo, derrotada. Se llevó ambas manos a la cabeza y se despeinó el cabello. Ese hermoso cabello que veo desde siempre... me encantaba tanto que no veía la hora de ver a esa chica y despeinarle yo mismo el pelo.
Sin embargo, desde que comenzó la visión, dos años atrás, cuando todavía yo tenía dieciséis, la chica no era más que una niña.
Dos años después, ya había tomado altura, pechos y trasero.
Calculé que, en las primeras visiones, la niña debía de tener entre unos trece o catorce años. Calculé que, en las últimas visiones que había tenido, la chica superaba, al menos, los quince años.
Recuerdo que en las primeras visiones, su cuerpo estaba maltratado: moratones por todo su cuerpo; enormes ojeras bajo los ojos; rasguños en sus manos; vendas en su rostro y también en sus brazos. Estaba flaca y le faltaba demasiado peso.
Pero, luego, recuperó la compostura. Se hizo alta y se le formaron las curvas, comenzó a rellenarse. Comenzó a ser la chica que debería ser para la edad que tenía —o parecía tener—. Pero, aún así, seguía teniendo un cuerpo hermoso.
Siempre quise conocerla en persona.

Aunque, mi destino, fuera matarla.

***

Cuando la visión terminó y regresé a mi habitación, me senté en la cama para despejarme de la visión, que me acechaba desde hace dos años.
La chica... ella siempre lloraba. Siempre se revolvía el cabello descontroladamente y daba vueltas en su habitación como si estuviera desorientada. Pero nunca supe por qué hacía esas cosas.
Sin embargo, desde que me dijeron —desde que mi padre y su extraño “amigo” me dijeron— que debía matar a la chica de mis visiones, mi boca cayó abierta de la sorpresa. No podía matar a algo tan hermoso.
Pero debía hacerlo, era mi destino.
Envidiaba a Aaron por no tener aquel destino: el de hacer sacrificios humanos a quienes tenían contacto con el enemigo.
No sé como la chica de mis visiones tenía que ver con el mundo angelical: pareciera que todo ángel guardián que hubiera tenido en algún momento la hubiera abandonado hacía tiempo. La forma deteriorada en la que siempre la veía, llorando siempre desconsoladamente, sin nadie que fuera a consolarla. ¿Dónde está el ángel que se le asignó? Si era una chica... mala... sería como yo.
Yo era un aliado del infierno, el encargado de entregar cuerpos para los rituales que se realizaban en el lugar al que los niños le tenían tanto miedo y solo formaba parte de los cuentos de terror. Nadie —excepto nosotros, los aliados de los ángeles y los ángeles mismos— sabía de la existencia de este lugar.
Mi trabajo era matar a aquellas personas inocentes. Y la chica que se me asignó podría ser la chica más inocente que vi en mi vida. Pero si era inocente, entonces debía de tener un ángel guardián, que la cuidara, que la protegiera de las personas que querían hacerle daño.
Que la protegiera de las personas como yo.
Levanté la mirada, y un halo de luz entraba de la puerta del balcón abierta. Una brisa suave empujó las cortinas, y un susurro suave entró a la habitación.
No le hagas daño— dijo la voz angelical. Sé que era una porque era tranquila, débil y serena, además de que un dejo de eco le siguió.
Y, en aquel momento, supe que se suponía que no debía hacerle daño a la chica de mis visiones, aunque si no hacía eso terminaría mal. Sabía que se refería a la chica porque, probablemente, la voz angelical pertenecía al ángel guardián de la chica, el que estuve bastante ausente durante el último tiempo.

Pero debía matarla, porque si no me desterrarían al infierno por el resto de los días de mi vida. Y eso no era divertido, aunque nadie había regresado de allí como para decirme a qué temperatura se estaba abajo.

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