Parker
Veía como las luces
de la ciudad se encendían frente a mí, mientras yo permanecía parado en el extenso
balcón de mi habitación, apoyado en el pasamanos de mármol.
La
piscina iluminada yacía debajo de mí. La carpa estaba desarmada y esparcida por
todo el jardín trasero, a la espera de alguna fiesta para ser montada.
Y mi
hermano estaba ahí, besándose con su primera aventura, bueno... la primera que
tenía en esta ciudad, porque si hablábamos de la primera... ya habían pasado al
menos unas cincuenta chicas desde la primera, ninguna de ellas en una relación
seria.
Todo
era sexo y besuqueos.
Claro
que yo aprendí de mi hermano, o al menos en un parte, porque solo había tenido
sexo con una chica, hacía como siete meses, en la fiesta del que era mi mejor
amigo.
Se
suponía que no debía seguir su ejemplo, porque yo era, por así decirlo, el
mejor parado de mi familia. Mi hermano era cinco años mayor que yo, y desde la
muerte de mis padres, hacía dos meses, debíamos vivir con nuestro abuelo en
Chicago.
Ese
viejo —que no era tan viejo— seguía manteniendo el espíritu jovial y negociador
que recordaba que tenía cuando yo todavía estaba aprendiendo a nadar en la
piscina frente a mí. Mi abuela murió cuando mi padre era un niño, por los
asuntos familiares en los que toda mi familia, los Feige, estábamos metidos.
En
menuda familia me había tocado nacer.
Aaron,
mi hermano de veintitrés años, tenía cabello negro y los mismos ojos grises que
yo, heredados de la familia de mi madre. Él tenía piel clara, como mi madre,
pero yo había heredado la piel pálida de la familia de mi padre. Mi cabello era
marrón claro, y hacía la mejor combinación con mis ojos grises. Lo que daba
como resultado al chico perfecto: al chico perfecto lo buscaban todas. Al chico
perfecto, lo querían todas.
Yo era
el chico perfecto. Me amaban de arriba abajo.
Apagué
el cigarro en la baranda de mármol, y les eché una última mirada a mi hermano y
a su “novia”, que ahora se reían mientras nadaban en la piscina.
Abrí
las puertas de mi habitación, y un aire frío me azotó en la cara, haciéndome
girar un poco la cabeza. En ese mismo instante, la sensación de mareo se me
vino encima, y la visión, que me perseguía desde los dieciséis, me envolvió.
***
La chica de pelo rojo se movía en
círculos en su habitación, llorando desconsoladamente. Parecía que estuviera
encerrada en una jaula, como un león buscando la salida de su cárcel.
Estaba cubierta con un simple vestido
verde que parecía ser de satén, y tenía bordado cerca de la cintura unas flores
silvestres.
Paró de dar vueltas y se tiró al suelo,
derrotada. Se llevó ambas manos a la cabeza y se despeinó el cabello. Ese
hermoso cabello que veo desde siempre... me encantaba tanto que no veía la hora
de ver a esa chica y despeinarle yo mismo el pelo.
Sin embargo, desde que comenzó la
visión, dos años atrás, cuando todavía yo tenía dieciséis, la chica no era más
que una niña.
Dos años después, ya había tomado
altura, pechos y trasero.
Calculé que, en las primeras visiones,
la niña debía de tener entre unos trece o catorce años. Calculé que, en las
últimas visiones que había tenido, la chica superaba, al menos, los quince
años.
Recuerdo que en las primeras visiones,
su cuerpo estaba maltratado: moratones por todo su cuerpo; enormes ojeras bajo
los ojos; rasguños en sus manos; vendas en su rostro y también en sus brazos.
Estaba flaca y le faltaba demasiado peso.
Pero, luego, recuperó la compostura. Se
hizo alta y se le formaron las curvas, comenzó a rellenarse. Comenzó a ser la
chica que debería ser para la edad que tenía —o parecía tener—. Pero, aún así,
seguía teniendo un cuerpo hermoso.
Siempre quise conocerla en persona.
Aunque, mi destino, fuera matarla.
***
Cuando la visión terminó y regresé a mi
habitación, me senté en la cama para despejarme de la visión, que me acechaba
desde hace dos años.
La chica... ella siempre lloraba.
Siempre se revolvía el cabello descontroladamente y daba vueltas en su
habitación como si estuviera desorientada. Pero nunca supe por qué hacía esas
cosas.
Sin embargo, desde que me dijeron —desde
que mi padre y su extraño “amigo” me dijeron— que debía matar a la chica de mis
visiones, mi boca cayó abierta de la sorpresa. No podía matar a algo tan
hermoso.
Pero debía hacerlo, era mi destino.
Envidiaba a Aaron por no tener aquel
destino: el de hacer sacrificios humanos a quienes tenían contacto con el
enemigo.
No sé como la chica de mis visiones tenía
que ver con el mundo angelical: pareciera que todo ángel guardián que hubiera
tenido en algún momento la hubiera abandonado hacía tiempo. La forma deteriorada
en la que siempre la veía, llorando siempre desconsoladamente, sin nadie que fuera
a consolarla. ¿Dónde está el ángel que se le asignó? Si era una chica...
mala... sería como yo.
Yo era un aliado del infierno, el
encargado de entregar cuerpos para los rituales que se realizaban en el lugar
al que los niños le tenían tanto miedo y solo formaba parte de los cuentos de
terror. Nadie —excepto nosotros, los aliados de los ángeles y los ángeles
mismos— sabía de la existencia de este lugar.
Mi trabajo era matar a aquellas
personas inocentes. Y la chica que se me asignó podría ser la chica más inocente
que vi en mi vida. Pero si era inocente, entonces debía de tener un ángel
guardián, que la cuidara, que la protegiera de las personas que querían hacerle
daño.
Que la protegiera de las personas como
yo.
Levanté la mirada, y un halo de luz
entraba de la puerta del balcón abierta. Una brisa suave empujó las cortinas, y
un susurro suave entró a la habitación.
—No
le hagas daño— dijo la voz angelical. Sé que era una porque era tranquila,
débil y serena, además de que un dejo de eco le siguió.
Y, en aquel momento, supe que se
suponía que no debía hacerle daño a la chica de mis visiones, aunque si no
hacía eso terminaría mal. Sabía que se refería a la chica porque,
probablemente, la voz angelical pertenecía al ángel guardián de la chica, el
que estuve bastante ausente durante el último tiempo.
Pero debía matarla, porque si no me
desterrarían al infierno por el resto de los días de mi vida. Y eso no era
divertido, aunque nadie había regresado de allí como para decirme a qué
temperatura se estaba abajo.
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