Valerie recorría las calles de New York sola, con su
mochila colgada en uno de sus hombros y su chaqueta en el otro.
Estaba feliz por todos sus logros. Mientras pasaba por
un callejón, una sonrisa con aire a venganza y satisfacción se mostraba en su
rostro. Su pelo caoba se movía tan rápido como ella, y sus ojos negros estaban
fijos al otro lado de la calle. Al destino.
Tomó fuerzas, aunque sabía que no las necesitaba para
lo que estaba a punto de hacer. Se paró en unas escalinatas, y saco de su
mochila un arma, decorada con manchas rojas, como la sangre, y un hermoso oro.
Cuando la encontró en su casa sabía que era para ella. Un borde dorado acompañaba
al gatillo, y eso hacía que muchos de los traficantes con los que ella se
comunicaba desearan su arma. Muchos le darían millones, y otros, cosas que ella
no necesitaba.
Con pasos cortos y pausados, avanzó hacia la esquina,
pegada a la pared. La persona a la que esperaba, no se presentó, y no le
importaba, ahora que sabía que el lugar estaba despejado, podía guardar el arma
y avanzar al interior del local con tranquilidad.
El negocio estaba cerrado desde hace años, cuando ella
todavía era una niña, y cuando estaba con humor de perros, se escabullía de su
apartamento tomado e iba al pequeño comercio abandonado, lugar donde se
comerciaban drogas, armas y alcohol que la aduana no permitía ingresar.
—Menuda mierda es mi vida— le dijo a una rata que
pasaba por ahí, mientras se tiraba a un sofá bordó roto por sus años sin uso—.
La cárcel hubiera sido mejor.
Se pensó lo último que dijo y sacudió su cabeza.
—Retiro lo dicho— repuso—, ahí no te dan alcohol.
Desde los dieciséis que sufría síndromes de
abstinencia y comas alcohólicos, pero ella misma decía que solo eran cosas de
su estúpida vida. No era responsable ni de sus límites. Robaba para sobrevivir.
Bebía para olvidar y se lastimaba para sufrir.
Sin embargo, las creencias no se las había olvidado y
rezaba por su hermano, que por su culpa, había acabado en un horrible colegio
pupilo. Él fue el único que le hizo caso, pero ella lo metió en más problemas,
tanto a él como a ella.
VaLa, que era como se hacía llamar entre los
traficantes. Sufría trastornos mentales y flashbacks de una infancia dura. Sin
embargo, sabe como llevar a cabo cada uno de esos problemas. Al vivir sola, se
ahogaba en su propia mente y muchas veces tiraba al piso las pocas cosas que
tenía o rompía las paredes de material.
Salió de su mente y regresó a su vida. Buscó en una
alacena del viejo negocio y saco una caja que contenía ocho botellas. Cinco de
esas botellas estaban vacías, y el resto estaban aún llenas. Sacó las tres con
alcohol y las guarda en su mochila. Se puso a pensar su próxima acción, y
decidió ir a la casa de Jordan.
Jordan era su mejor amigo, si se le podía llamar así a
la persona que le escuchaba, daba consejos y cuidaba que la policía no le
siguiera el rastro. Claro, que a cambio, ella tenía que llevarle al menos dos
botellas a la semana. Él no era tan alcohólico como ella, además era mayor que
Valerie. Aunque ella nunca le había preguntado su edad, calculaba que era unos
dos años mayor.
Cruzó la calle, dio la vuelta a la manzana y llegó a
un pequeño edificio maltratado. Tocó el 4C y respondió una voz apagada. Ella respondió
escuchó como colgaba el portero eléctrico. Escuchó como el deteriorado ascensor
hacía ruido al bajar y, luego, la puerta se abrió.
—¿Qué quieres?— preguntó Jordan, un chico alto, rubio
y de ojos grises, que la miraba con ojos inquisidores desde su gran altura.
—Nada— respondió ella—, bueno, te traje esto— levantó
la mochila y la sacudió para que se escucharan las botellas.
—Repito, ¿Qué quieres?
—Me pasaba por aquí— dijo, entrando sin que él se lo
pidiera.
—Cuando tu pasas por aquí no es algo bueno— comentó Jordan,
pasando su mano por la cara—. Es broma, no hace falta que saques a Jenny para
amenazarme.
Jenny era el nombre que se le había puesto al arma de
Valerie. Por alguna razón, muchos la veían inofensiva. Aunque una de sus balas
podría traspasarte en un abrir y cerrar de ojos.
Pero eso a Valerie no le importaba. Ella era sinónimo
de osadía. No le importaba arriesgar su propia piel. Ella, después de todo,
solo quería morir, aunque estuviera tan orgullosa de sí misma.
Sonrió con aire triunfal mientras guardaba el arma
dentro de su bolso de lona verde militar.
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