—¿Cómo
te encuentras?
¿Sinceramente? No muy bien.
—Bien.
Otro
suspiro sonó.
—Loreley,
¿Tienes algo que contarme?
Sí.
—No.
Lo
próximo que vino de la boca de mi madre fue un largo suspiro. No me importaba
que siempre que tuviéramos la “charla”, como la llamaba yo en los últimos
tiempos dentro de mi mente, la sacara de sus casillas. En realidad, apenas me
importaba tener la “charla” o sacarla de sus casillas. No me importaba para
nada.
Te lo
explico mejor: era la hija que pasaba desapercibida. La hija mayor totalmente
incomprendida y extraña. La que siempre se escapaba y se encerraba en la
habitación durante las fiestas o las visitas. La que se comportaba como no
debía. Era lo que todos llamarían la oveja negra de la familia, aunque lo mío
era algo más extremo que oveja negra. Yo era nada.
—Loreley—
mi madre tomó mis manos. Se estaba mostrando cariñosa y eso me asustaba. Ella
no era cariñosa conmigo. Nunca. A menos que quisiera algo, obviamente. Mis
padres eran como niños conmigo. Se mostraban cariñosos solamente cuando querían
algo.
Yo
estaba viendo mi regazo, sin encontrar una respuesta a todo lo que me preguntaba
la mujer que me dio a luz, pero que simplemente hizo eso.
Era
así desde que tenía memoria... bueno, aunque mi memoria comenzó a tener
recuerdos desde mis diez años de edad, que fue cuando ocurrió el “accidente”.
Ese accidente fue que me caí de un columpio en lo alto. Me caí hacia atrás
porque me resbalé, porque estaba lloviendo fuerte. Y, cuando caí, el columpio me
dio en la nuca.
Y
perdí el sentido. Me desorienté, pero no me desmayé hasta horas más tarde por
la pérdida de sangre.
A
partir de ahí, mi memoria se reinició. Recordaba mis años en la escuela. Sabía
sumar, restar, dividir, multiplicar, leer, y todo lo que una niña de diez años
debería saber.
Pero
no conocía a nadie.
Ni los
nombres ni sus rostros. Era como si, en mis recuerdos, todos ellos hubieran
sido borrados. Borrados en la forma más literal. Como si alguien hubiera
agarrado una goma de borrar, haya tomado mis memorias, y haya borrado a las
personas que se encontraban en mi cabeza.
Desde
ese día... bueno, desde tres semanas después de ese día —que fue el tiempo que
estuve en coma inducido—, no volví a ser la misma.
No era
la misma Loreley Drive que todos conocían. Alegre, extrovertida, simpática,
picarona y aguafiestas.
Claro
que, lo que ocurrió después del accidente no fue mucho mejor. Presenciar la
muerte de tu mascota... escuchar que en siete meses tendrás un hermano... ver
como cerraban la casa en la que viviste toda tu vida para ponerla en venta...
esas cosas me dejaron con un serio problema, además de que no estaba demasiado
cuerda.
Pasaron
meses hasta que pude regresar a la escuela. Todos aquellos que en algún momento
habían sido mis amigos, ahora me miraban de reojo y susurraban cuando pasaba a
metros de ellos por los pasillos de la escuela. La única amiga que tenía tuvo
que apartarse de todos, terminando su historia conmigo como su única amiga.
Sin
embargo, no es el fin de la historia para mí.
Estrés
post-traumático. Terapias. Inyecciones para cuando perdía la cordura. Instituciones
para enfermos mentales como yo.
Mi
madre, justo en aquel momento, me estaba pidiendo que accediera a ir a una
residencia.
¿Cuál
fue mi respuesta? Un remoto e indiscutible no, como era de esperarse. Porque,
si era algo que no estaba, era completamente loca. Yo no necesitaba ir a una
institución mental que me pondría patas arriba lo poco que quedaba de mi mundo.
Mi
madre suspiró y soltó mis manos, y dio a conocer su verdadera cara. Ella y mi
padre se habían cansado ya de pedirme cosas como esas. Yo trataba de salir
adelante como podía con las pastillas que me recetaban los psiquiatras y las
millones de terapias.
Sí, ya
habían pasado más de siete años de aquel accidente, pero eso no significaba que
yo no tuviera problemas después de eso.
Llámalo
trauma post-accidente. La cicatriz en mi nuca es una demostración de que el
daño que me hice fue real y no una locura de los paramédicos que me atendieron
ese día.
Y
espera, yo no estaba tan loca como para imaginarme la sangre y el llanto de
dolor que salió de mí.
Dos
meses después de eso, mi perro fue atropellado mientras los dos jugábamos en la
calle. Menudo trauma para una niña que había salido hacía dos semanas de
terapia intermedia y que hacía solo tres días había salido del hospital.
Luego,
mi madre embarazada. Yo tenía once años, Dios. Estaba bien como hija única,
obviamente, y necesitaba que mis padres me acompañaran en esa época de mi vida.
Pero no. Mi mundo se derrumbó por tercera vez ese año.
Y se
terminó de derrumbar el día que me dijeron que nos íbamos a mudar.
Lloré,
pataleé, pero, finalmente, me tuve que ir.
Ese
fue mi cuarto peor día en mi vida.
¿Qué
tal si le sumamos el hecho de que casi mato a una persona y que casi me suicido
de forma repentina hace menos de tres días?
Taylor
era mi compañera de terapia... bueno, de la institución a la que voy los días
sábados. Era realmente irritante, pero eso se debe más a su síndrome obsesivo
compulsivo. Y bueno, mis problemas con el estrés dieron su mejor cara en el
momento en que traté de matarla con un cuchillo de adorno que se encontraba una
de las paredes de la sala de espera.
Y
después de darme cuenta de mi error, subí a la azotea del edificio y traté de
suicidarme tirándome por ahí. Tuvieron que venir varias enfermeras a
sostenerme. Me inyectaron un somnífero de acción débil, y después de eso me
largué a llorar como si fuera una niña de cinco años a la que le habían quitado
su paleta.
Debería
poner visto bueno. Un semáforo que pase de rojo a verde, sin un intermedio para
hacer que me arrepiente de lo que estaba por hacer. Pero siempre hay algo que
me lo impide. En ese caso fue el hecho de que no me había despedido de las
personas de mi vida que sí valían la pena. Mis padres y mi hermana no estaban
entre ellas.
Demonios,
a veces la vida puede ser muy insistente. Para mí, la muerte debería serlo un
poco más.
Mi
madre se levantó del sofá y me dejó sola en la sala, mientras afuera de la casa
comenzó a oscurecer. Mi casa era bonita. Era gris por fuera, como era de
esperarse en una casa en Las Vegas, y tenía dos pisos normales. Una cocina
mediana, una sala donde podía entrar una televisión y un extenso sofá y los
juguetes de mi hermana. Arriba había un cuarto pequeño, que era el mío, porque
era quien menos cosas tenía. La habitación de mi hermana era mediana, y la de
mis padres era más bien enorme.
Mi
madre se fue a la tienda a comprar algo y ni siquiera me avisó. No me molesté. Ella
ya hacía tiempo que se había rendido con respecto a mí y mis actitudes.
Yo
también me había rendido, pero quería cambiar eso, aunque eso significara que
tendría que cambiar.
No iba
a hacerlo.
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