Claire no sabía lo que hacía
en aquel triste sábado de octubre. O sí lo sabía, pero de tan idiota que era no
quería admitirlo.
Su madre le había prohibido
rotundamente ir hacia allí; su padre trabajaba todo el día... así que no pudo
avisarle. No pudo avisarle que en aquella habitación se olía la muerte.
Claro que si, nombramos a
Claire Manson, lo primero que se viene a la mente de las personas es en cómo su
mirada blanca te agujereaba por dentro. Sí, ella era ciega, pero tenía algo que
no todos tenían: olía la muerte. En cualquier lugar en el que ella estuviera,
alguien siempre encontraba la luz al final del túnel.
Sí, era rara.
Sí, era mala.
Pero que fuera esas cosas, no
impedía que ella pudiera oler otras cosas. La muerte; la enfermedad; la
humillación.
Las dos últimas, las olía en
ella misma. Enferma desde su nacimiento, además de perder la vista, sufría
constantes ataques de asmas y fue operada mil veces en sus cortos catorce años.
Humillada desde que entró a la escuela a los diez años. La dejó una semana
después.
Nunca se arrepintió de
haberla dejado.
—Claire, cariño— la llamó su
madre el día anterior a ese día—. ¿Por qué no vas a tu habitación y lees un
rato?
—Claro, mamá— respondió ella,
aunque odiaba los libros. En cambio, fue a tocar el piano.
Su madre la había adiestrado.
Enseñado con los ojos cerrados. Amaba las notas que salían de su hermoso piano
de cola de su habitación.
Luego, se hizo sábado: un
triste sábado de octubre.
Claire se levantó de su
taburete y avanzo hacia la ventana.
Cerró los ojos, ya oscuros
por su ceguera, se paró en el alfeizar de la ventana, y se tiró.
Antes de haberse ido para
siempre, le pareció haber visto un par de hojas verdes, una acera llena de
autos, y un niño pequeño arrastrando una carretilla roja.
PD: ando con faltas de imaginación, disculpen :$
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