El
techo de mi habitación me agradaba. Era azul oscuro, y tenía puntos blancos que
hacían de estrellas, además de unas cuantas estrellas pegadas en el techo que
brillaban en la oscuridad. O bueno... tenía... porque eso lo tenía en mi
anterior cuarto, en la casa que mis padres decidieron vender.
Este
techo era blanco, sin ninguna clase de adorno, a excepción de la lámpara en el
centro del cuarto.
Era blanco
como todo lo que había en mi hermosa habitación estéril —por favor, no notes el
sarcasmo, y si lo notas, no lo menciones. No me gusta que lo mencionen—, sin
nada que pudiera lastimarme.
Al
cabo de un rato sentada en mi cama leyendo una tonta revista de chismes,
escuché los llantos de mi hermana caprichosa en la habitación de al lado.
Sophia era su nombre. Tenía seis malditos años. Ojos negros y cabello rubio. Yo
ya la veía dentro de unos diez años: ramera, chica vendida... y lo que más
odiaba: porrista y popular.
Pero,
bueno, no iba a poder intervenir en eso, porque ese era su destino. Además de
que, probablemente, yo estuviera lejos de mí casa, o en otro continente o
muerta.
En la
cena, todos nos sentamos en la mesa, como hacíamos siempre, claro, para cenar.
El buen humor de mis padres y de mi hermana menor flotaba en el aire, y eso no
era algo que se veía todas las noches.
Lo
primero que se me vino a la cabeza, al verlos tan felices, fue: “¿Qué mejor forma de terminar el día bajando
a alguien de su nube de algodón?”.
—Saben...
el cinco de julio me parece un buen día...— comencé a decir, jugando con la
comida de mi plato. Era pollo, pero no tenía nada de hambre, así que no pinché
en ningún momento el tenedor con la comida, y si lo hice, nunca la llevé a mi
boca.
—Es
dentro de una semana, cariño— dijo mi padre sobre mí voz, pero yo no paré. Ya lo sé, estúpido.
Hace
un par de años me di cuenta de que mi familia no era de las que no dejaban que
alguien hablara sobre ellos. Eso me irritaba mucho.
—Pronostican
un hermoso sol... dicen que será día de piscina... — continué, con el tono
escéptico en mi voz. Me gustaba ese tono.
—¿Qué
dices, Loreley? ¿Debemos darte más medicinas? — me preguntó mi madre. Sí, para
ella todo quedaba resumido en unas malditas pastillas que me dejaban
inconsciente. Yo sonreí.
El mundo no es medicina.
—El
cinco de julio parece ser un buen día para suicidarse— terminé, mirando a mi
hermana pequeña abrir la boca y mostrar su comida a medio masticar y tragar.
Cuando
el tema del suicidio se habla tan seguido en una familia, incluso los niños
pequeños saben de qué se trata.
Mis
padres me veían espantados, como si fuera un fantasma.
—Loreley—
mi madre apretaba los dientes con fuerza. Tuve que cerrar fuerte la boca para
no comenzar a reírme a carcajadas—. A tu habitación. Ahora.
Normal.
Mi mejor amigo es un lápiz.
El mejor amigo de mi lápiz es la hoja.
Y el mejor amigo de la hoja es el dibujo
que hago en ella.
Estaba
terminando de dibujar un roble cuando sonó la puerta de mi habitación. Tres
golpecitos. Como siempre. Ese era nuestro código desde que éramos pequeñas.
—¿Loreley?
— la voz de Debbie sonó del otro lado. Deborah era mi mejor amiga. La única que
me quedó... bueno, después de todo lo que me pasó hace siete años. Y la única
persona a la que mi mente parecía no replicar, y con la que mi lado normal
salía a la luz más fácilmente. Antes había otra persona, mi mejor amigo, pero
lo alejaron de mí.
—Pasa—
le grité. La puerta se abrió y ella apareció, con una bandeja llena de muffins
rosas y verdes.
—Mi
madre pensó que te gustarían— me dijo, cuando se fijó en cómo veía la bandeja
que traía.
—Pareciera
que tu madre me conoce más que toda mi familia junta— dije, encogiéndome de
hombros y agarrando el primer muffin de la bandeja que Debbie me traía. La
madre de Debbie solía traerme cosas que ella hacía, ya que tenían una cafetería
en el centro.
—No es
cierto, Lory— me dijo, agarrando la mano que no sostenía el muffin.
—Me
quiero morir— dije, dándole un mordisco al muffin, que estaba tan delicioso que
se deshizo en mi boca a los pocos segundos. Esto era comida—. O sea, no lo
estoy diciendo en broma. Literalmente, quiero morir. Ahogada. Ahorcada.
Asesinada.
—Las
tres cosas empiezan con A— dijo Debbie, en cambio, sonriendo—. Procura no
ponerles a tus hijos un nombre que empiece con la letra A, o algo por el
estilo. April, Anna, Adam.
Puse
los ojos en blanco.
Si llego a tener hijos. Pensé luego,
cuando ella ya había abandonado mi casa y yo estaba sola, intentando dormir en
la cama de mi habitación, mientras afuera llovían un par de gotas, que cuando
caían al suelo, se evaporaban por el calor de Nevada.
La
puerta de mi habitación sonó a primera hora de la mañana, como mi madre me
había dicho la noche anterior.
—Hora
de marcharse— me avisó.
Bueno, iba a pasar en algún momento.
Después
del incidente de la cena, habían decidido llevarme a aquella residencia. Sin mi
decisión ni mi consentimiento. Me iban a internar allí un largo rato, en contra
de mi propia voluntad.
De
todos modos, no me importaba, supongo que allí habría más cosas con las que
suicidarse además de un lápiz sin punta y un bloc de hojas tan finas que no podían
hacerme ni siquiera un rasguño en la yema del dedo.
Mi
madre subió las cosas al auto, me hizo subir a la parte trasera y arrancó hacia
mi destino.
—Punto
uno— comenzó, a medio camino. Puf, habla
que aquí atrás me duermo—. No nos llames. Punto dos. Si sales de ahí
después de los dieciocho años, te daremos algo de dinero para que te compres un
apartamento a tu nombre en Florida, así no debes regresar con nosotros.
—¿Tanto
me odian? — pregunté, mirando por la ventana.
—Quiero
que mi hija esté bien— con ese “hija” se refería a Sophia, solo para dejarlo
claro. A mí hacía tiempo que no me consideraba su hija. No importaba, en
realidad.
¿Debo recordarte que diste a luz a una niña
doce años antes que la otra?
El
viaje duró un par de horas más, lo que me hizo pensar que no estábamos en
Nevada. Probablemente estábamos en Arizona, lejos de lo que había sido mi
hogar. Tampoco me importaba, total, cuando estuviera dentro del instituto, no
sabría siquiera dónde me encontraba. Solo sabría que me encontraba ahí dentro
en ese preciso momento. Y que, aunque quisiera, no podría regresar a mi hogar.
Aunque tampoco quería hacerlo, porque eso significaría una bella tortura.
No,
gracias, ya era lo suficientemente miserable.
Cuando
llegamos a la puerta del instituto, miré hacia arriba al edificio que sería mi
hogar por un tiempo indefinido.
—¿Es
en serio? — pregunté, haciendo una mueca de asco.
—Sí,
cariño— me dijo mi madre. Sentí su sonrisa maliciosa mirarme, y casi vomito.
Estúpida. Estúpida. Estúpida.
Si no
hubiera estado tan furiosa, le hubiera escupido y gritado, pero estaba
petrificada.
Estaba
petrificada mirando lo que tenía delante de mí.
Instituto St. Daniels para enfermos
mentales.
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