Una de
las enfermeras del complejo me acompañó hasta mi habitación en el segundo piso
después de que mi madre me registrara y me dejara sola en la recepción.
Al ver
la habitación que sería mía por un tiempo, hice una mueca de asco. Era de color
rosa. De un horrible color rosa chicle viejo que ahora era pálido. Prefería mil
veces una de naranja fluorescente.
Sin
embargo, procuré cerrar la boca. La habitación tenía una cama en el centro, un
escritorio y una cajonera enorme. Eran las once, y me darían hasta la hora del
almuerzo —la una— para guardar todas mis pertenencias y regresaría de nuevo ahí
después de las clases de la tarde y de la cena, a las seis de la tarde.
Sin
embargo, tenía tan pocas cosas que a las doce ya había terminado de organizar
todo, y me tiré sobre la cama, con el cabello suelo, y mirando al techo.
Imaginé
mil cosas que podía intentar hacer ahí dentro, pero dudaba de que me dejaran
hacer al menos diez, porque ni siquiera me dejaban salir al jardín, a excepción
que lo haga con permiso y supervisión de algún guardia, psiquiatra o profesor.
Llegué a la conclusión de que estaría encerrada ahí dentro hasta el fin de mis
días.
Cuando
faltaban diez minutos para que fueran la una de la tarde, me levanté de mi cama
y me cepillé el cabello algo alborotado con las manos. Veía como el cabello
negro se escurría por mis dedos, y suspiré. Me imaginé una vida alternativa
donde mis ojos color azul-púrpuras y mi cabello negro azabache fueran el centro
de atención. Me imaginé un mundo en el que yo estaba mentalmente estable. Pero
sabía que imaginarlo no hacía que ocurriera.
Suspiré
y me miré de nuevo en el espejo. Mis labios eran finos, pero no lindos, y tenía
una horrible nariz respingada, que, según todas las personas que conocía y me
querían, como Debbie y su madre, era linda. Para mí gusto, arruinaba mi cara. Y
ese horrible color pálido de mi piel...
Dejé
de mirarme al espejo y salí al pasillo, donde se escuchaban murmullos que provenían
de la planta baja y de las clases a lo lejos.
Caminando
despacio, me dirigí hacia la sala común, donde había un par de niños hablando.
No se dieron cuenta de mi presencia, lo que me hizo pensar que estaban lejos de
este mundo. Luego, pasé al comedor. Acá, en cambio, todos se dieron vuelta a
mirarme.
Al
menos treinta adolescentes me miraban con ceños fruncidos, mientras yo ponía
cara de póker. Créeme, en una situación como esta, lo mejor que puedes hacer es
poner esa cara.
Comencé
a caminar lentamente hacia el bufet, mirando hacia delante y no hacia los
costados, hacia las mesas llenas de chicos tan o más o menos enfermos como yo.
Demonios,
no debería haber mirado hacia delante.
Todo
el recinto del bufet y de la residencia estaba protegida y vigilada por unos
hombres muy... fuertes, pero se les notaba que eran de edad avanzada. Pero este
no podría tener más de veinticinco... o incluso más de veinte.
Sacudí
mi cabeza y seguí avanzando hacia la fila del almuerzo. Si no hubiera sabido
que dónde me encontraba era una residencia para enfermos mentales, podría haber
dicho que era una escuela secundaria normal. Lo único era que yo sabía que en
las escuelas no había guardias custodiando todo, evitando peleas, suicidios y
ataques.
Sin
embargo, al llegar a la fila, me crucé con él de nuevo. Tenía cabello negro
azabache, como el mío. Sus ojos eran algo así como grises, y eran demasiado
llamativos. Su piel era pálida, y probablemente se había criado en donde no
había playas, como era mi caso.
La
camisa blanca que usaba no hacía más que resaltar un cuerpo tonificado y
saludable, y tenía unos tejanos azul oscuro que... oh, Dios mío... era hermoso.
Lástima
que en mi condición no podía darme el lujo de estar enamorada, y mucho menos de
tener novio. La cosa empeoraba cuando era de un guardia de seguridad de las
instalaciones del que estaba pensando que sería mi novio.
Demonios,
estoy demasiado jodida.
¿O loca?
Tomé
la bandeja que había llenado con mi almuerzo y me giré para ver la cafetería de
nuevo. No quería sentarme con nadie porque no conocía a nadie.
O,
bueno, tal vez sí conocía a alguien. Muchos de mis compañeros de mi otro centro
habían sido trasladados aquí hacía ya bastante tiempo. Joshua por tratar de
ahogar a su hermano en uno de sus ataques... Maria, porque la encontraron desorientada
por el consumo de cocaína para suicidarse... esos fueron los primeros nombres
que pasaron por mi cabeza. Luego pasó el nombre de Thomas. Y bueno, vino a mi
mente porque fue el momento en que lo vi.
Thomas
había sido mi compañero de terapia antes de que un accidente lo trajera a la
residencia. Luego me dieron a Taylor. Thomas y yo nos llevábamos muy bien,
lástima que él se clasificaba así mismo como “asexual” y decía que el día en
que saldría con alguien sería con su alma gemela, y que no sería exactamente
una chica. Él tenía ojos celestes y cabello rojizo-rubio. Su rostro estaba
lleno de pecas y tenía una sonrisa blanca cegadora. Thomas solo tenía problemas
—muy— severos con la ira y el autocontrol. Esas cosas lo llevaron a varias
peleas. La última, que fue la que hizo que viniera aquí, la había empezado su contrincante,
cuando él finalmente había empezado a controlarse. No sé por qué él le siguió
la corriente, aún sabiendo que podría terminar en el instituto, que fue
exactamente lo que ocurrió.
De
todos modos, Thomas estaba encerrado en este lugar desde hacía medio año.
Estaba
sentado en una de las mesas más alejadas de las del centro, que parecían ser
ocupadas por los residentes más antiguos del lugar. Probablemente, si
estuviéramos en una escuela normal, estas serían las mesas de los populares.
Thomas
me hacía señas. Me había visto de lejos y yo no podía hacer nada que no fuera
sonreírle y caminar hacia la mesa en la que mi amigo estaba sentado.
Esto
me parecía muy, pero muy, incómodo.
Thomas
agarró mi bandeja con una mano cuando me acerqué a él y me abrazó con el brazo
que tenía libre.
—Miren
quién está aquí— me dijo, con una de sus sonrisas socarronas que tanto me
molestaban. Él sabía que me molestaban, por eso me las hacía—. La perfección de
Loreley Drive.
Extrañabas esos comentarios, ¿No es así?
—Hola,
Thomas— le saludé, sentándome en dónde él me había puesto la bandeja, al lado
de una chica de cabello castaño claro con las puntas rubias, que me miró de
reojo cuando me senté a su lado. Me miró raro.
—Eh,
¿Qué pasó con la bizarra Drive? — me preguntó, sentándose a mí lado y pasando
su brazo por mis hombros.
Aléjate... bueno, no te alejes. Estás
permitido en mi radar.
—Se
quedó fuera de aquí— le respondí, e hice una mueca de cansancio—. No me hagas
ir a buscarla...
—Déjala
fuera— me dijo, sonriéndome—. Deja que esa parte se quede afuera, mientras
tanto aquí dentro, tu buen amigo Thomas Sauron te aumenta el ego.
¿Ego? Mi ego nunca existió.
Puse
los ojos en blanco y pinché mi cubierto en la carne de mi plato, aunque no
tenía mucha hambre.
—Creo
que a ti debería bajarte un poco el ego, ¿Qué pasó con el idiota-friki que era
mi mejor amigo y compañero de terapia? — le pregunté, mirando la camisa rota
que llevaba. Tampoco usaba esos horribles anteojos al mejor estilo Harry
Potter.
Gracias a Dios, ahora puede ser llamado
sexy.
Se
encogió de hombros y agarró su sándwich. Le dio un mordisco antes de contestar
a mi pregunta.
—En
este lugar o eres catalogado como raro o como normal. Créeme, Lory, este lugar
es algo así como una versión de afuera solo que patas arriba. Acá todos estamos
locos. Los menos locos son los más normales. Yo soy más bien normal, y soy
considerado un galán, aunque todas huyen cuando comienzo con el discurso de mi
orientación sexual. Tú podrías ser normal si no tuvieras siempre ese instinto
suicida que llevas impregnado hasta en tus cutículas.
Capullo.
—Gracias.
—De
nada— dijo, sonriéndome—. El caso es... actúa normal, serás normal.
Lo intentaré. Juro que lo haré.
—De
acuerdo, trataré de que todo el lugar no me cocine viva— dije, sonriendo. Miré
hacia todos lados, y vi que muchos se levantaban. Y muchos comían solos.
—En
todo caso, solo estate a mí lado. Nunca se sabe cuando la esquizofrenia de
Giuliana o el parloteo de Mark pueden hacer su aparición— dijo, mirando a
través de mí.
Gracias por el consejo, de todos modos.
—No
haces más que asustarme, ¿Lo sabes, verdad? — le pregunté, masticando.
—Lo
sé, y me siento halagado de ser quién te asusta, Loreley Drive— dijo, tratando
de hacer una reverencia demasiado exagerada y graciosa en la mesa.
Doble capullo.
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