Ella
y yo nos hicimos muy buenas amigas en los meses antes de las vacaciones de
Navidad, pero a pesar de eso, no le conté sobre mi habilidad de hacer que los
dibujos cobraran vida. Todavía no confiaba plenamente en ella.
Y
dejé de hacerlo completamente un fin de semana antes de las vacaciones.
Una
noche, en la que ella vino a dormir a mi casa, conoció a Liam. Digo, ya se
conocían de la escuela, pero nunca habían compartido una palabras, más que un
simple hola cuando mi hermano me venía a pedir algo en los pasillos. Mi padre
volvía temprano esa noche, milagrosamente, así que nunca voy a saber cómo fue
que hicieron para liarse en treinta minutos.
Ella
volvió a mi habitación con las mejillas sonrosadas, los labios hinchados y los
ojos inyectados en sangre, probablemente demostrando la adrenalina y la pasión
que había experimentando teniendo un momento privado con mi hermano mayor.
Cuando
ella se fue a dormir, cogí mi libreta y escribí líneas sueltas con una mezcla
de tristeza, pasión, ira y soledad.
La muchacha,
sentada bajo su árbol, comía su manzana y acariciaba a su cachorro cuando una
sombra tapó el sol.
Ella levantó
la mirada, entornando los ojos y poniendo una mano en su frente para protegerse
de los relucientes rayos.
Un joven, no
más grande que ella, se levantaba tapándole la luz. Tenía cabello negro, y ojos
verdes, con una piel bronceada propia de quienes crecen trabajando en el campo
de sus familias. Le estaba sonriendo, también. Su sonrisa era blanca y brillaba
casi tanto como los rayos del sol.
No llevaba
remera, tampoco, lo que le dijo a ella que realmente trabajaba. Su cuerpo
estaba tonificado, y eso debía de provenir de las mañanas y tardes trasladando
cosas.
Ella intentó
no distraerse con el cuerpo del joven, y le devolvió la sonrisa.
Dejé
de escribir ahí, porque sentía las manos duras y acalambradas, además de que el
cansancio no ayudaba demasiado. Dejé el lápiz sobre mi almohada y apoyé mi
cabeza sobre mi brazo, observando la fotografía de mi madre, conmigo, cuando yo
tenía cinco años, un año antes de que ella se fuera.
Desde
que tenía seis años y mi padre me dijo que ella se había ido, nos había
abandonado, siempre me pregunté por qué lo hizo.
Se
me cruzaron por la mente varias teorías a través de los años. De los seis a los
diez años, que ella ya no nos quería. De los once a los trece años que nos
abandonó para irse con una nueva familia que estaba formando. De los trece años
hasta ahora, que estaba gravemente enferma, y tenía algo de sentido. En mis
últimos meses, ella había ido a distintos médicos psiquiatras, pero yo en aquel
momento no entendía nada. Ni siquiera Liam, que era dos años mayor que yo.
En
fin, ella nos abandonó sin siquiera dejar una nota por la razón. Y por eso la
odio, y la odiaré hasta el día en que aparezca y me dé una buena explicación
por habernos dejado incluso antes de que yo aprendiera a multiplicar.
Así
de sencillo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario