—Mami, ¿Por
qué tiene los ojos cerrados? — una voz decía fuera de mi cabeza. Era una voz
infantil, y que me llenó la audición de paz.
Ni bien la
escuché hablar, sentí a mi cuerpo relajarse. Literalmente. Como si una canción
estuviese sonando a mí alrededor.
—Porque
está dormida— una voz adulta le contestó al ángel. Sin duda era un ángel.
—Pero lo
está hace mucho— replicó el ángel. No sabía si era niña o niño. La voz me daba
igual.
—Y pronto
despertará— su madre contestó—. Es que está soñando, y ya sabes que cuando
sueñas...
Dejó de
hablar para que el ángel completara la oración.
—No debes
despertar— completó el ángel, dando un grito eufórico. Creo que ese fue el
mejor momento para abrir los ojos.
Una luz
blanca de hospital me hizo entrecerrar los ojos heridos que hacía tiempo habían
visto la luz. Vi, con mis ojos nublados, un niño/niña de quizá cuatro años de
edad, una cabeza llena de rulos rubios y ojos blancos. Su ropa era blanca, y
parecía de verdad un ángel. Solo le faltaban las alas, el arpa y su aureola.
—Jay,
¿Puedes ir con tu hermano por un rato, por favor? — la voz de mujer volvió a
hablar. Ahora sabía que era un niño. Un pequeño ángel, llamado Jay.
—Sí, mami—
dijo—. Dile a la niña que quiero jugar con ella cuando termine de soñar.
Creo que la
madre asintió. El ángel salió corriendo, gritando un nombre —Trent. Creo que gritaba
Trent.
Ahora veía
con mayor claridad. Una mujer estaba inclinada sobre mí. Su cabello era rubio y
sus ojos casi tan blancos como los del niño, pero sin duda tenían un matiz de
gris.
—¿Cómo te
encuentras, cariño? — me preguntó, sintiendo como me ponía un paño helado en la
cabeza. No me di cuenta hasta ese momento de que estaba traspirando debido a la
fiebre.
Cuando
traté de hablar, las palabras no me salieron debido a mi garganta seca. Solo
una palabra pudo salir.
—Agua—
dije, simplemente. Vi como la mujer asentía y agarraba algo a su lado. Era una
jarra plateada, y un vaso de vidrio.
Estaba
acostada sobre un colchón, y tenía mil mantas sobre mí. Estaba en el piso, a
juzgar por la mujer, que se encontraba arrodillada a mí lado. De todos modos,
la habitación no era tan alta, y tampoco grande. Era cómoda y hogareña, con las
paredes de madera clara, el olor a humedad no tan fuerte y el olor a sahumerio.
Lo único que arruinaba el ambiente era, sin duda, la luz fluorescente.
La mujer me
ayudó a sentarme con dificultad y luego me tendió el vaso para que tomara.
Primero mojé mis labios, sintiéndolos secos e hinchados por culpa de la fiebre,
y luego tomé de un trago todo el contenido líquido.
Me comencé
a sentir mejor en el cuarto vaso.
—¿Qué
ocurrió? — mi garganta ya no estaba tan mal—, ¿Dónde estoy?, ¿Quién eres?
La mujer
sonrió ante mi cascada de preguntas, y me acarició la frente.
—Guau,
sanas rápido— me dijo—. Algunos no salen de tu anterior estado hasta tres días
después de despertar— suspiró—. Me llamo Jill, pero me temo que no puedo
contestar tus otras preguntas. Sólo déjame llamar a Cass para que te cuente
todo. Él está el mando aquí.
Asentí,
mientras recordaba que el mundo había terminado, y que yo había hecho una pared
cinética a mí alrededor. Y, en los comienzo de mi delirio febril, recuerdo
escuchar a un chico preguntándome mi nombre y luego diciéndome el suyo: Cass.
Simplemente
Cass.
Me comencé
a quitar las mantas lentamente, dándome cuenta de que mi deteriorado camisón
chamuscado había sido reemplazado por otro, más cómodo y de seda, de color gris
petróleo. A mí lado había un par de centímetros de piso alfombrado, y luego,
una pared con un espejo. Me vi, analizando mi aspecto.
Cabello rubio:
limpio, cepillado y trenzado; ojeras bajo los ojos: pocas, en camino a la
desaparición; ojos marrones: apagados, pero sin duda activos; piel: muy pálida,
pero podía decir que volvería a su color original, bronceada por mis tardes en
la pista de atletismo.
Entonces,
en el espejo vi que la cortina que hacía de puerta se abría, y un muchacho más
grande que yo entraba. Todo en el gritaba militar, supervivencia y lucha. Su
cuerpo era grande y musculoso, su cabello corto, su rostro era suave pero
tenso, su ropa totalmente negra y camuflada.
Se
arrodilló en el lugar donde había estado antes... mmm... ¿Jill?, y me miró
fijamente. Sus ojos celestes me sorprendían, tal y como lo hacían el día en que
todo se convirtió en el mismísimo infierno.
—Alanis,
¿Verdad? — su voz era grave, y no era como la de la primera vez. Esta vez
parecía tener autoridad.
—Sí—
respondí.
—Mi nombre
es Cass, soy la persona a cargo del lugar— me dijo—. Jill, la encargada del
hospital, me ha dicho que tienes algunas preguntas— levantó una mano y quitó un
mechón de mi cabello de mi rostro—. Puedes hacerlas— su tono se suavizó.
—¿Qué pasó?
— le pregunté—. Y no me refiero a las bombas, a la pared cinética y eso. ¿Qué
pasó cuando me encontraron?
Cass
suspiró.
—Hay cuatro
etapas en los Replays. Las tres primeras son conocidas por todos: cambios de
humor, feromonas descontroladas, desaparición de enfermedades. Todo el cuerpo
cambia. Evoluciona. Y como toda evolución, solo sobreviven los más aptos— dijo
como introducción—. La cuarta etapa, la aceptación, tiene que ver con eso. Te
has adaptado a la radiación, al nuevo ambiente y a las nuevas células en tu
cuerpo, pero ahora este debe aceptar el poder, que no es sencillo. Puedes
llegar a morir si no recibes el cuidado necesario. Por eso tenemos una parte
del hospital para los nuevos.
—¿Son
muchos? — pregunté.
—A veces
son hasta diez por día— dijo—. Y sí, son muchos. Pero somos pocos. No más de
ciento cincuenta personas.
Próxima
pregunta.
—¿Dónde
estamos? — le pregunté.
—Buena
pregunta— sonríe, orgulloso—. Este es el refugio, una edificación construida
bajo tierra con madera, metal, hierro, plata y cobre, sin ratas o cucarachas,
con calefacción central, tuberías y todo lo que puedas imaginar. Cortesía de
los creadores.
—¿Creadores?
— sonreí.
—Tú haces
lo que haces— comenzó—. Yo puedo detectar cosas. Jill puede trasmitir un humor
con sus palabras, al igual que su hijo, que ha estado aquí hace un rato. Los
creadores, que es así como los llamamos, crean objetos, o los perfeccionan.
También están los restauradores, que vuelven a recomponer las cosas destruidas
en los bombardeos. Ellos se encargan de reparar algunas cosas de principal
necesidad: medicamentos, agua potable y comida.
Asentí.
—¿Y qué
hace el resto? — le pregunté.
—Cosas
comunitarias, si sus poderes no son de gran ayuda, claro— dijo, y sonrió—.
Ahora, Lani, dime, ¿Qué prefieres? ¿Estas en el hospital o en la cocina?
Ugh.
¿Y me
acababa de llamar Lani?